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Rogelia Calderón  de Guaracao junto a su Familia
Rogelia Calderón de Guaracao, a la izquierda en la primera fila, senatada, aún muy joven junto a la mitad de sus hijos, 4 de sus 7 hijas, y uno de sus tres varones, más su esposo, Don Pedro Guaracao, descendiente directo de los pobladores originales de…

Recordando a mi madre

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Son las mujeres las que hacen a los hombres.

En particular si ellas son las mismas madres de aquellos.

Mi caso no es diferente del de todos Uds, desocupado lectores que tal vez estén evocando también la memoria de vuestra madre en esta plácida tarde de domingo de Día de la Madre, producto de esta celebración global de más de 100 años que fue imaginada y hecha aquí, en la viaje ciudad de Filadelfia, la cuna de nuestra república, pero también la sede original del Día de la Madre.

Mi madre fue una mujer extraordinaria.

Ud quizá sienta curiosidad de saberlo, como yo tengo hoy el interés y el tiempo de contárselo.

Ella, como ninguna otra, habría estado dispuesta a dar su vida por todos y cada uno de sus diez hijos, incluído 'La Raspa' (el menor, el último de todos).

Ese soy yo, nacido tras una cadena de embarazos (14 en total) que esta valiente mujer sudamericana tuvo la capacidad de concebir y superar, antes de caer rendida al cáncer a los 64 años, no sin antes edificar a puro pulso, y casi sola, una familia de diez hijos. 

Ella se encontraba al final de los cuarenta cuando yo nací, gracias a ella y al “jefe" de la familia, Don Pedro Guaracao, mi padre, otra impresionante criatura de hombros fuertes y manos encallecidas nacido agricultor en la cordillera sudamericana, en los Andes colombianos.

El primer recuerdo que tengo de mi madre, quizá a la edad de 5 años, es el de una mujer de más de 50 años que me cuidaba, que se excedía en atenciones y expresiones de amor, seguramente no menos de lo que debió hacer muchos años antes con cada uno de sus hijos, que nacieron en un periodo de aproximadamente 20 años que separan a la mayor, Angélica, del menor, Hernán.

Pero yo era solo “el consentido” de mi madre, si Uds quieren creer las versiones parcializadas de mis hermanos y hermanas mayores.

Lo cierto es que no fui menos disciplinado por su mano fuerte, que, si bien sabía cómo acariciar la cabeza de su hijo, también administraba el castigo con el reverso nudoso de la mano, con la prontitud requerida, y cuando era absolutamente necesario.

Recuerdo vagamente la que fue quizá la única vez que ella impartió ese tough love sobre mí.

Preferiría recordar que solo sentí la vergüenza de haberla defraudado, en un momento en el que no pude entender su decisión refleja de convertir su convencional admonición en un “chancletazo”, o acto puro de merecido castigo físico.

Solo una vez, suficiente para “coger juicio” y jurar que de ahí en adelante, quizá cuando apenas tenía 10 años, que no me atrevería a provocar ira como esa jamás. Ni siquiera recuerdo qué fue lo que hice, pero sí la inmensa pena que sentí.              

El momento más vívido en mi memoria fue cuando ella finalmente confrontó la agonía de la muerte, cuando el fatídico cáncer comenzó a apoderarse de su cuerpo aún robusto, y al que nunca aquejó ninguna enfermedad conocida o grave, hasta el principio a sus 60 años.

Excepto esas venas varicosas, y me imagino dolorosas, en la parte inferior de sus piernas que llamaban mi curiosidad de niño y que después ella me explicó era consecuencia de estar de pie bajo el sol trabajando la tierra al lado de mi padre, o dando a luz en su propia casa a mis siete hermanas, mis dos hermanos y, por último, a mí, "La Cuba", como ella me llamaba.

Todos nosotros, sus 10 hijos, dos de ellos ya fallecidos, somos hoy la base de un árbol familiar que se ha expandido a casi 40 nietos y biznietos que le sobreviven y que se ha extendido hasta aquí, en la parte Norte y angloparlante de América.

No muy diferente de lo que fue el resto de su vida, cuando el cáncer vino a consumirla del todo, ella rara vez se quejó.

Al contrario, aceptó su dolor físico y su fatalidad con humildad.

Aún hasta las últimas horas de su vida, recuerdo, cuando bajo el efecto de medicinas extremas trataba de sobrellevar —otra vez sola— la agonía final que yo alcanzaba a oír a través de gemidos quedos que atravesaban las paredes de un dormitorio contiguo donde yo me quedaba en nuestra casa parterna en Colombia.

Como la mujer profundamente cristiana que fue, hoy puedo imaginarla, en este Día de la Madre, en el más allá, "victoriosa sobre la lápida de su tumba" —como diría San Pablo—, con la amplia sonrisa con la que siempre me repetía uno de sus consejos favoritos:

“Hijo, todos los problemas en la vida tienen solución. Todos, menos el de la muerte...”

Ella fue Rogelia Calderón de Guaracao, mi amada madre, la super mujer que instaló Teflón en la personalidad de cada uno de sus 10 hijos y que, en mi caso, sigue contribuyendo al mejor hombre en que hoy sigo tratando de convertirme.